–Juanjo, una cerveza.
Casi siempre empieza así. La sed y el hambre –el hambre en minúsculas, un simple adornar el estómago– me llevan al Rincón –éste sí, con mayúsculas… y bien grandes–.
José Miguel y Curro están sentados uno junto al otro, mirando hacia la puerta, no sea que se escape el instante de belleza que como incansables cazadores acechan. La copa, pausada.
Con permiso de ambos chamanes ocupo un espacio en el Rincón. Sin forzarlas las palabras discurren y, una cerveza tras otra, intento comprender el secreto de la copa pausada. Es posible que llegue Floro, el pícaro adolescente empeñado en amanerar más de treinta. Un vicio recurrente en los jóvenes artistas.
Un sureño con morriña lleva su tierra en el nombre. Entre el sonido de la tragaperras una guitarra comienza a sonar, alguien canta. Joaquín y Amparo se esfuerzan en recordarnos que la amistad verdadera consiste en compartir ausencias, presencias, miradas y respeto. No en la mutua tolerancia, sólo apta para antagonistas políticos.
El hombre que debiéramos ser, Antonio, llegará al final; demostrando que la praxis sincera es mejor ejemplo que el discurso impostado.
Infinidad de poetas, decretos y leyes, Israel, músicos, tribus exóticas, Al-Andalus al completo e incluso los reyes caóticos pasan fugazmente por el Rincón sin que nadie les llame, sin que nadie les diga que se vayan.
–Chicos, nos vamos.
La oración concluye y Morfeo, con el permiso de Bubu, nos espera.
Hasta la próxima,
Juande
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